Leonardo Garnier
Sub/versiones – La Nación: jueves 3 de junio, 2004
Imagínese ser un agricultor y que los tribunales lo condenen por plantar semillas que usted mismo recogió de su cosecha pasada. Así como lo oye: usted compra – o consigue – determinadas semillas que dan muy buena cosecha de lo que sea – tomates, mangos, pepinos, usted escoja – y, al final de la cosecha, además de los frutos usted logra recuperar una cierta cantidad de semillas. Los frutos de su cosecha, usted puede comérselos o venderlos. Las semillas, pensaría usted, puede comérselas (si fueran comestibles), sembrarlas o hasta venderlas ¿por qué no, si van dentro de los frutos y los frutos se venden? Digamos que usted simplemente replanta las semillas y espera tranquilo la siguiente cosecha… digo, tranquilo, hasta que llega la policía, los fiscales y los jueces para condenarlo por ladrón, amenazarlo con meterlo a la cárcel y, además, cobrarle daños y perjuicios a la empresa propietaria del gen que da vida a las semillas que dan vida a sus plantas, plantas que dan frutos y, claro, dentro de los frutos hay semillas pero no – y esto es clave – esas semillas no son suyas.
¿Suena de locos? ¡Es de locos! …pero así es este mundo loco en el que nos adentramos más cada día y en el que, esta semana, la Corte Suprema de Canadá resolvió a favor de la empresa Monsanto su querella contra el agricultor Percy Schmeiser, a quien condenan por haber violado los derechos de propiedad intelectual de Monsanto al sembrar plantas de canola en las que se encontraron genes que correspondían a una variedad desarrollada por Monsanto y resistente al herbicida Roundup (también de Monsanto). Y es que cuando Monsanto vende sus semillas genéticamente modificadas a los agricultores y campesinos, insiste – como quien vende software – que ellos no venden semillas a los agricultores (aunque son las semillas las que les entregan a cambio de su dinero) sino que simplemente les está alquilando el derecho a utilizar el conocimiento contenido en los genes de esas semillas. Por eso, los agricultores solo pueden usar las semillas como Monsanto los autoriza a utilizarlas y, sobre todo, no tienen derecho a hacer lo que siempre habían hecho los agricultores a lo largo y ancho del mundo y de la historia: replantar las semillas que obtengan de sus cosechas.
El caso de Schmeiser es todavía más loco, porque Schmeiser – un agricultor de 73 años de edad y más de 50 de producir canola – ni siquiera compró las semillas a Monsanto. Los de Monsanto dicen que si no las compró, peor aún, las robó, pero Schmeiser sostiene que plantas de canola resistentes al Roundup aparecieron en su finca, entre el resto de su canola, y que él sospecha de contaminación desde fincas vecinas que utilizan dicha especie genéticamente modificada. Al leer esto usted pensará – como pensé yo – que el fulano estaba “jugando de vivo” con ese cuento de la contaminación. Lo mismo pensaron los jueces… y lo condenaron. Sin embargo, hay un elemento que juega a su favor y que, en la apelación final, al menos lo salvó de pagar $200.000 por las ganancias que supuestamente habría obtenido del uso ilegal de esas semillas. El hecho – que habla por sí solo – es que la supuesta ventaja de las plantas modificadas era, precisamente, la de ser inmunes al Roundup pero… ¡Percy Schmeiser nunca utilizó ese herbicida en su finca!
El argumento de fondo – por el que realmente peleaba Schmeiser, y en lo que sí perdió el juicio con Monsanto – tiene que ver con esa interpretación absurda de los derechos de propiedad intelectual que, rápidamente, está convirtiendo el conocimiento en una mercancía privada cada vez más monopolizada e inaccesible. Así se desprende de la propia algarabía con que Monsanto ha recibido el veredicto de las cortes canadienses: “nos reconforta que la Corte Suprema de Canadá haya encontrado que la patente correspondiente al gen ‘Roundup Ready’ es válida y obligatoria. (…) Desde el punto de vista de la inversión, es grandioso.Creo que el sistema funciona bien” – dijo Carl Casale, Vicepresidente Ejecutivo de Monsanto.
En efecto, la Corte dictaminó que Schmeiser “sabía o debía haber sabido” que estaba utilizando una semilla con genes patentados y que eso era ilegal. Schmeiser argumenta que el nunca creyó que fuera ilegal reutilizar esa canola que apareció en su finca porque de acuerdo con la ley canadiense no es posible patentar ‘formas de vida superior’ y que las plantas no eran, por tanto, patentables. Ahora, la corte resuelve por mayoría apretada – cinco votos contra cuatro – que si bien las plantas no son patentables, los genes de las plantas sí lo son y, por tanto, usar plantas que contengan genes patentados sí es un delito. Los otros cuatro jueces mantuvieron que un veredicto así no era más que un subterfugio mañoso que iba en contra del espíritu de la ley canadiense que prohíbe patentar formas de vida superior. Pero… cinco son más que cuatro: Monsanto ganó.
Monsanto argumentó que si Schmeiser no quería las semillas genéticamente modificadas debió haberles pedido que las removieran de su finca, y que ellos lo habrían hecho gustosos sin costo alguno. Sin embargo, agricultores y expertos agrícolas coinciden en que una vez que una especie genéticamente modificada contamina una finca, es probable que haya que remover toda la plantación para eliminar las semillas modificadas. Schmeiser, por su parte, se mostró satisfecho de no tener que pagar a Monsanto por ganancias que nunca obtuvo gracias al uso de canola modificada – ya que nunca utilizó el Roundup – pero lamentó que, en el tema de fondo, la Corte dictaminara la validez de las patentes. “Todo lo que hice fue guardar mis semillas de año a año. Ahora está claro que la patente de una compañía tendrá precedencia sobre el derecho de los agricultores a reutilizar las semillas obtenidas en su plantación”.
Y ese es el gran debate al que este juicio aporta una nota deprimente: el derecho de todos a utilizar el conocimiento, y la necesidad de que los justos estímulos y reconocimiento a los inventores y creadores no se conviertan en rentas monopólicas de corporaciones cuya ganancia fluye, precisamente, de su capacidad para no permitir el flujo del conocimiento. La batalla por el conocimiento será, sin duda, una de las mayores batallas del siglo XXI… de la que dependerá, en buena medida, el resultado de todas las demás batallas.